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Los grandes señores han muerto.
Larga vida a los Erigidos.

Nada queda de la poca tranquilidad que se respiraba en Etrysia. Todo lo que se daba por sentado, generación tras generación, se tambalea. La ley marcial se ha establecido.  

Año tras año, década tras década, solo ha existido una constante en nuestro continente: la guerra.

Desde hace siglos, los estados de Etrysia, se han enfrentado entre sí por recursos, han tenido rencillas por honor o por expandir su territorio. Las alianzas y guerras se sucedían y variaban año tras año. El enemigo de ayer es el aliado de hoy.

Cinco señores se alzaban entre los demás, adalides legítimos de sus territorios, elegidos por su pueblo, representando los valores, la fuerza y el intelecto de las que los líderes deben hacer gala, sin importar la edad, la raza o el sexo. Cientos eran los caudillos, los nobles, gente con poder, pero cinco y solo cinco regían y moldeaban el mundo bajo sus designios.

Durante los últimos cincuenta años todo había continuado con normalidad. Épocas de paz y guerra se sucedían. Se realizan nuevos descubrimientos científicos y médicos. El pueblo vivía más tiempo, pero las tierras de cultivos se agotaban, las ciudades principales se masificaron. La actual Etrysia no era capaz de dar cobijo y mantener a tantas almas. Empezó la hambruna, el racionamiento, los robos; las muchedumbres se apelotonaban frente a las casas de los pudientes pidiendo lo que les correspondía, haciendo alusión a el por qué fueron elegidos en primer momento y, si no podían proporcionarlo, dieran su cabeza por ello.

Pan o muerte.

Tras ver la difícil situación a la que se enfrentaban, los cincos señores se reunieron en Litremia, zona neutral y centro neurálgico para el comercio de todo el continente. Se acordó un pacto temporal de no agresión y el envío de expediciones por tierra y mar en busca de nuevos territorios donde poder expandirse y encontrar recursos. 

El Mar Dorado fue la primera opción que surgió. De aguas tranquilas y cristalinas, es la fuente principal de pescado y bestias marinas de Etrysia, siendo Septem el principal puerto y exportador del continente. De sus astilleros nacieron los diez buques que posteriormente zarparían a lo desconocido, pues nadie se había adentrado más de 50 millas en el mar. Diez buques zarparon, solo uno regresó. 

Navegaron más 200 millas mar adentro, sin atisbo de encontrar tierra, hasta qué, sin previo aviso y frente a sus narices, un muro de roca apareció. Su extensión era indefinida. La piedra, de un negro que pareciera tragarse la luz, desaparecía a la vista, uniéndose con el horizonte. En cambio, poseía una altura de unos 30 o 40 pies. Ante la imposibilidad de cruzar con el barco, algunos marineros se lanzaron al mar intentando encontrar algún resquicio o grieta por donde atravesar el muro buceando, pero fue inútil. La formación se extendía hacia el fondo marino, hasta donde la oscuridad del agua imposibilitaba la visión. La única opción válida restante era escalar.

Tres hombres fueron los elegidos para la tarea. Uno a uno fueron escalando el palo mayor de la embarcación, navegando sobre él hasta acercarse lo suficiente como para realizar un salto hasta la formación rocosa.

Desde lo alto solo se vislumbraba una vasta extensión de océano; agua y nada más. El primer hombre en subir, avanzando alrededor de 60 pies, se acercó sin cautela alguna al extremo del muro, pues tenían la orden de informar de qué se encontraba al otro borde. Al posar el pie cerca del saliente se evaporó. No hubo humo o luces, no fue raptado ni devorado por una veloz bestia; simplemente desapareció. No había caído al agua, pues aún faltaba para llegar al borde. Simplemente había desaparecido, ni más, ni menos.

Los dos muchachos que restaban pidieron a gritos una cuerda a sus compañeros de cubierta. Se ataron uno al otro y uno de ellos, el más osado, avanzó con cautela hasta donde el primer hombre desapareció. Con el brazo extendido delante de su cuerpo avanzó paso a paso hasta casi colocarse en el mismo punto donde desapareció el marinero. 

Alargó la punta de los dedos y, repitiendo la historia, vio desaparecer la yema de sus dedos, como si los hundiera en arena. No sentía dolor, ni siquiera un leve cosquilleo. Acercó la mano de nuevo a su cuerpo y al mirarla contempló como sus dedos seguían donde se supone deberían estar. Con cierta seguridad avanzó, cerrando los ojos, hacia esa especie de limbo que se situaba delante suya. 

Al abrirlos de nuevo se encontró rodeado de una oscuridad insondable, únicamente iluminada cada cierto tiempo por unos pequeños y distantes destellos de luz, dando cierta sensación de color. Era difícil saber dónde pisaba. Ni siquiera sabría de donde vino si no fuera por la cuerda tras de sí. Oteó sus alrededores por unos instantes en busca de su compañero, pero esta búsqueda terminó abruptamente cuando, desde la lejanía, un grito brotó. Parecían miles de voces a la vez gritando de angustia con una sola garganta. Asustado, tiró de la cuerda que tenía atada a su cintura y recorrió los pasos de vuelta hasta el lugar por donde entró, tropezándose hasta caer de bruces delante de su boquiabierto compañero.

Gran Bosque de Onderwer.